Hace casi cuatro meses que no
escribo en el blog. Podrían haber sido más, pero, luego de leer Tokio Blues, supe que tenía la
obligación y la necesidad de dedicarle una entrada que describiese, desde mi
perspectiva parcial y romántica, una de las novelas que más he disfrutado en mi
vida.
La historia, en realidad, es
bastante simple: un muchacho, Toru Watanabe, comienza a descubrir, por medio de
experiencias sumamente dolorosas, que la vida es bastante complicada. El evento
más resaltante, y sobre el cual gira la novela es, quien lo podría negar, el
suicidio de Kizuki, su mejor amigo, quien deja a Naoko, la mujer de la que,
aparentemente, Watanabe está enamorado perdidamente.
Pero, la simplicidad de la
historia, se compensa con la fortaleza de los personajes.
Una pregunta que me atormentó
hasta el final de la novela fue: ¿con quién se va a quedar Watanabe? Y es una
pregunta válida, una duda justificada; porque la inocencia, la fragilidad y la
locura disfrazada de Naoko enamoran al lector desde el primer momento. El
lector siente que le gustaría caminar con Naoko y escucharla hablar sin
interrumpirla. Las descripciones de las formas de Naoko enloquecen, disparan la
imaginación: ¿qué puede ser más excitante que una niña-mujer con un cuerpo
perfecto? Nada. La mezcla de candidez y lujuria es infalible. Devastadora.
Y, entonces, aparece Midori.
¿Quién es Midori y qué la hace tan especial? Su aparición –que podría
considerarse forzada dentro de la historia– es inesperada. Pero lo que más
deslumbra es su hermosa personalidad: desenvuelta, conversadora –a veces
demasiado– y obsesionada con el sexo y todas sus variables (es memorable el
pasaje en el que le pide a Watanabe que se masturbe pensando en ella, como si
le estuviese pidiendo un caramelo). No caben dudas de que Midori es el
personaje más divertido de la novela. Recuerdo haberme carcajeado innumerables
veces con sus ocurrencias y sus constantes insinuaciones sexuales al distraído,
misterioso y atormentado Watanabe, convencido de que, si me presentasen a
Midori, me enamoraría de ella sin resquemores y cumpliría cada una de sus
fantasías sexuales sin preguntas ni cuestionamientos.
En medio de esa silenciosa
disputa por el corazón de Watanabe (Naoko y Midori nunca llegarán a conocerse),
aparece la figura del personaje más fascinante del libro: Nagasawa. Nagasawa es
un genio, y, precisamente por ser un genio, desdeña a todo y a todos. Todos le
dan asco, todos le parecen inocuos y anodinos. Incluso su novia, la maravillosa
Hatsumi, quien, asumiendo estoicamente las consecuencias de haberse enamorado
de Nagasawa, acepta, casi con resignación el hecho de que este terrible
personaje se acueste con quien quiera, cuando quiera y que, horror de horrores,
en medio de una cena, le confiese que han intercambiado parejas sexuales con
Watanabe, confesión que no le hace mucha gracia a este último, aunque terminará
reconociendo que la historia es verdadera. No puedo negar que, cuando leía las
páginas relacionadas con Nagasawa, sentía una inenarrable envidia por la forma
en la que este personaje enfrentaba la vida. Creo que si todos fuésemos un
poquito más parecidos a Nagasawa, la vida sería más sencilla (aunque más oscura
y cínica, definitivamente).
Hay que hacerle una mención
especial a Reiko. La historia que le cuenta a Watanabe atrapa desde el inicio,
y su desenlace es completamente inesperado. Reiko, a pesar de estar alojada en
la institución a la que Naoko es enviada, no da la sensación de estar loca o
desequilibrada. Su talento musical es palpable, a través de las páginas. Se
puede tocar, se puede sentir, se puede escuchar. Y todo es más cercano y más
comprensible, porque, tanto las referencias musicales como literarias, son
completamente occidentales: Watanabe lee La
Montaña Mágica y relee de cuando en cuando El Gran Gatsby; y la canción favorita de Naoko es Norwegian Wood, por la cual debe pagar
cien yenes, cada vez que quiera que Reiko la toque. Con ese dinero, Reiko podrá
solventar su vicio incontenible del tabaco.
Finalmente, el desgano y el desinterés
por la vida de Watanabe, hacen de él un personaje entrañable. Por lo menos,
para mí lo es. Lector apasionado, sin ningún fin específico, Watanabe logra cautivar
a Naoko e impresionar a Midori, quien admira su forma de hablar y sus
respuestas típicas de un lector de buenas novelas. Vive atrapado por su propia
indecisión, nunca seguro de nada, nunca decidido a tomar las riendas de su
vida, conformándose con trabajos de poca monta, que no explotan su enorme
capacidad intelectual. Ni siquiera es capaz de disfrutar el sexo, y la
contemplación del cuerpo perfecto y desnudo de Naoko, en vez de excitarlo hasta
la irracionalidad, lo único que logra es hacer que se pregunte a sí mismo en
qué momento el cuerpo de Naoko había cambiado y que no le gustaba tanto como el
que recordaba.
Creo que Haruki Murakami no va a
ganar el Premio Nobel de Literatura por una razón que muchos han destacado y
con la cual coincido plenamente: habita en las antípodas de la literatura
tradicional japonesa. Su estilo, sus historias y sus referencias están
alejadísimas de lo que uno espera de un escritor japonés. La traductora de sus
novelas al español afirma que no hay mucha diferencia entre la versión original
y la traducida, ya que Murakami escribe de forma sencilla y directa. Dicen que
en japonés hay 27 maneras diferentes de hacer referencia a la luz del sol o al
amanecer y que, por esa razón, traducirlo al español es complicadísimo.
Felizmente, eso no sucede con Haruki. Si se lo compara con Kenzaburo Oé o
Yasunari Kawabata (los dos japoneses que sí ganaron el Nobel), Murakami habita
en una dimensión paralela. No hay manera de encontrar relación entre Tokio Blues y El grito silencioso, por ejemplo. Tildado de escritor pop en su propio país, creo que no tiene posibilidad de
ganar el Nobel, pero lo que sí hace, y con mucho éxito, es hacer que, por unos
momentos, mientras leemos sus novelas, nos olvidemos de lo horrible que es el
mundo que habitamos y nos sumerjamos en los mundos que él crea.
Al final, de eso se trata la
literatura: de hacernos creer que este mundo es un error y que el de las
novelas es el único en el que se podría vivir.
Y nada más.
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