martes, 16 de diciembre de 2014

LA NAVIDAD DE LOS ADULTOS

Los árboles están llenos de adornos y esperan que los regalos sean colocados al pie. Las ventanas muestran con orgullo sus intermitentes luces de colores. Las calles comienzan a oler a incienso. La Navidad ha llegado otra vez, y los que la amamos comenzamos a sonreír un poco más: comenzamos a ser felices.
     
     Yo no creo que la Navidad sea de los niños. Para los niños la Navidad es la ocasión perfecta para cobrar, en regalos, la deuda que sus padres han adquirido durante el año. Tengo buenas notas: dame mi regalo. No he jalado ningún curso: dame mi regalo. He sido el mejor deportista: dame mi regalo. Me he portado bien: dame mi regalo. Los niños, negociantes natos, a estas alturas ya han hecho su pedido navideño. Algunos ya saben qué van a recibir y otros tantos saben que se tendrán que conformar con lo más pequeño y lo más barato de sus listas. Los niños, esos incomparables piratas navideños, tienen la entera confianza de que, en diciembre, algo, grande o pequeño, les será entregado. Y saben que algo llegará porque, ¿cómo podría un padre no darle un regalo a su hijo, por más pequeño que sea? El consumismo en el que estamos inmersos ha conseguido que no haya niño que no sepa que va a recibir algo y no haya padre que no conciba darle algo a su hijo. Así las cosas, la mera transacción que implica la Navidad para los niños (yo hago algo y tú me regalas) dista astronómicamente de lo que yo considero mi verdadero sentido de la Navidad. 
     
     Creo que uno aprende a valorar la Navidad cuando es adulto, cuando crece, cuando ya es consciente de que el dar y recibir regalos no es una condición sine qua non, sino, solamente, un adicional de una suma de cosas que depende del tipo de vida de cada persona. 
     
     Creo que la posibilidad de estar con la familia tiene un valor mucho más grande que cualquier aparato electrónico o plataforma de juegos de última generación. Poder ver la sonrisa de un ser querido es invalorable. Darle un regalo a papá o mamá y causarles una sensación entre orgullo y conmoción es inenarrable.
     
     La sociedad nos enseña, desde niños, a sentirnos mal por tener lo que tenemos, porque hay otros que no tienen. Cuando uno crece, esa sensación (estúpida) le da paso a otra que tiene más que ver con la satisfacción, la sensación de ser recompensado por todo lo que se ha hecho durante un año largo. Yo he aprendido a no sentirme mal por tener lo que tengo, sea poco o mucho. Me parece una forma de actuar insana y malvada con uno mismo. Y quizás esa es otra cosa que se disfruta en Navidad cuando uno ya es adulto: la alegría de poder compartir con los demás lo que uno ha podido cosechar con su esfuerzo. 
     
     Juntar tres o cuatro generaciones en una sola casa es algo que solo se aprecia desde la adultez, esa adultez que nos hace decir, cada vez con más frecuencia a los más pequeños: "qué grande estás" o "qué rápido está pasando el tiempo" o "ya estoy viejo". Hacer que los abuelos, hijos y nietos estén juntos es una situación que a los niños, preocupados por sus regalos, no les importa mucho. Es más: no lo aprecian porque es lo normal, es lo natural, es lo que siempre ha sucedido. Solo cuando crecen un poco o pierden a algún miembro de la familia, recién caen en la cuenta de la importancia de ese miembro de la familia y de esas reuniones.
     
     Decorar la casa, la oficina, la habitación o el escritorio es algo que, con la adultez, se va convirtiendo en un ritual catártico y necesario. Algo que tampoco los niños pueden valorar desde la misma perspectiva. Para un niño, poner una bola en un árbol es solo eso. Para un adulto, implica un viaje en el tiempo, una recolección de recuerdos que la memoria se encarga de refrescar con velocidad y facilidad sorprendentes. 
     
     A pesar de todo lo que se dice, ser adulto no siempre es malo. Soy un fiel creyente de la idea de que uno no debe dejar de ser niño nunca, y que mirar la vida con ojos de niño siempre va a ser mejor que mirarla con ojos de adulto. Pero, ahora que soy adulto, la Navidad la veo mejor: la veo con ojos de niño, pero con mirada de adulto. 
     
     Feliz Navidad.
     
     Pues eso. 
     
     

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