lunes, 30 de marzo de 2015

TELEVISIÓN NO BASURA

Hace un año, en uno de los locales de la Universidad Mayor de San Marcos (el de la avenida Abancay), mi primo y yo asistimos a un conversatorio literario. Los invitados que más resaltaban eran los escritores peruanos Raúl Tola y Pedro Novoa. 

Recuerdo que uno de los temas de la agenda estaba referido a las fuentes que tiene el escritor para llevar a cabo su noble tarea. Novoa mencionó el cine y la música. Tola, más joven y más fresco, mencionó a la televisión. Novoa, visiblemente contrariado, dijo que él no consideraba a la televisión como una influencia válida para un escritor, que la televisión no tenía mucho que ofrecer. La respuesta de Tola fue corta, educada y absolutamente cierta: es que no has visto Breaking Bad, Pedro. Y la discusión se desvió hacia otros temas.

Cuando salimos del evento, me quedé pensando en aquella frase. En realidad, me quedé pensando en Breaking Bad. Apenas volví a casa, fui corriendo a comprar todas las temporadas en discos de DVD. Hace, más o menos, un par de meses, vi el último capítulo de la quinta temporada, y lo único que puedo decir es que ver ese programa, que Raúl Tola me recomendó sin querer y de casualidad, ha sido una de las experiencias más maravillosas de mi vida. 

Pero, Breaking Bad fue solo el inicio. Comencé a investigar, a preguntar, a leer. Y, en un artículo del blog Quinta Temporada, de El País de España, descubrí que la producción televisiva de esta década, ha sido, con seguridad, la más prolífica de la historia de la televisión. Hoy, después de haber visto un ingente número de producciones televisivas recientes (brillan las americanas y las británicas), puedo corroborar, sin resquemor, que la calidad de los programas televisivos es altísima.

La fantasía dramática está asegurada con Juego de Tronos y The Walking Dead. El ingenio y la diversión le pertenecen a la magnífica producción británica Sherlock (Benedict Cumberbatch humilla a Robert Downey Jr. en el rol del residente de Baker Street). El suspenso lo tiene Hannibal. El drama deslumbra en Fargo y The Good Wife. Solo por mencionar algunos ejemplos.

¡Qué series tan brillantes! Veo televisión desde hace muchos años, de forma compulsiva, y nunca, repito: nunca, he visto tanta calidad como en este tiempo. En mi condición de lector empedernido y paciente confeso de lo que Vila-Matas denominó como El Mal de Montano, nunca pensé que la televisión podría hacerme experimentar sensaciones tan cercanas (nunca iguales, eso sí) a las que la literatura me hace experimentar. Ver episodios tan emblemáticos como aquel en el que Walter White persigue a una mosca en el laboratorio, o ese disparo a la cabeza que es La Boda Roja, en Juego de Tronos (no hay spoiler, no preocuparse), puede causar estragos en la mente del usuario por un tiempo largo. Quizás, quién sabe, para siempre. 

Y es, precisamente, en estos momentos de efusión televisiva en los que en el Perú uno de los temas principales es el de la televisión basura. Muchos de mis contactos en Facebook se indignan, ponen fotos, memes, posts, se rasgan las vestiduras, y claman que hay que desaparecer a la televisión basura. Que mejor transmitan Dragon Ball o El Narrador de Cuentos; que Nopo y Gonta  era mejor que Combate y que Ferrando era más bacán que la Chola Chabuca. Ha habido una marcha hace poco (la siguiente será en unas pocas semanas) en la que una turbamulta de enardecidos manifestantes visitaron los principales canales del país, reclamando algo que yo no puedo entender: que los canales renuncien a sus millonarias ganancias y que, en vez de pasar Esto es Guerra o Al fondo hay sitio, los reemplacen por especiales de National Geographic, History Channel o Animal Planet. Es como si al dueño de un night club exitoso le dijeran: cierra tu negocio, donde ganas montañas de dinero y pon un albergue para perros, porque eso le gusta a la gente.

Pedir que el contenido televisivo cambie, es como pedir que comience a llover dinero: imposible. Lo único que queda por hacer (que es lo que debería hacerse) es comenzar a escoger lo que se ve. Comenzar a utilizar la televisión por cable con sabiduría. Comenzar a entender que hay otros canales aparte de ESPN y FOX Sports, o el de las novelas. La televisión, puede ser, y es, una fuente maravillosa de aprendizaje, entretenimiento e inspiración, siempre y cuando se vea lo correcto.

A la misma hora de Al fondo hay sitio, transmiten Breaking Bad, todos los días. Y toda esta semana hay una maratón de Juego de Tronos en HBO

Quejarse de la televisión basura es un acto de hipocresía, ignorancia y estupidez. La única forma de protestar contra algo es dejar de hacerlo y comenzar a hacer lo correcto. En una sociedad en la que los padres ven basura, los hijos verán basura. Pero si en un hogar se ven ficciones de calidad, se escucha música selecta y se leen libros buenos, lo único que se puede esperar es un resultado positivo.

Ahora, la decisión es suya.
No de los canales.  




miércoles, 25 de marzo de 2015

EL JAPONÉS QUE NO ESCRIBE COMO JAPONÉS

Hace casi cuatro meses que no escribo en el blog. Podrían haber sido más, pero, luego de leer Tokio Blues, supe que tenía la obligación y la necesidad de dedicarle una entrada que describiese, desde mi perspectiva parcial y romántica, una de las novelas que más he disfrutado en mi vida.
La historia, en realidad, es bastante simple: un muchacho, Toru Watanabe, comienza a descubrir, por medio de experiencias sumamente dolorosas, que la vida es bastante complicada. El evento más resaltante, y sobre el cual gira la novela es, quien lo podría negar, el suicidio de Kizuki, su mejor amigo, quien deja a Naoko, la mujer de la que, aparentemente, Watanabe está enamorado perdidamente.
Pero, la simplicidad de la historia, se compensa con la fortaleza de los personajes.
Una pregunta que me atormentó hasta el final de la novela fue: ¿con quién se va a quedar Watanabe? Y es una pregunta válida, una duda justificada; porque la inocencia, la fragilidad y la locura disfrazada de Naoko enamoran al lector desde el primer momento. El lector siente que le gustaría caminar con Naoko y escucharla hablar sin interrumpirla. Las descripciones de las formas de Naoko enloquecen, disparan la imaginación: ¿qué puede ser más excitante que una niña-mujer con un cuerpo perfecto? Nada. La mezcla de candidez y lujuria es infalible. Devastadora.
Y, entonces, aparece Midori. ¿Quién es Midori y qué la hace tan especial? Su aparición –que podría considerarse forzada dentro de la historia– es inesperada. Pero lo que más deslumbra es su hermosa personalidad: desenvuelta, conversadora –a veces demasiado– y obsesionada con el sexo y todas sus variables (es memorable el pasaje en el que le pide a Watanabe que se masturbe pensando en ella, como si le estuviese pidiendo un caramelo). No caben dudas de que Midori es el personaje más divertido de la novela. Recuerdo haberme carcajeado innumerables veces con sus ocurrencias y sus constantes insinuaciones sexuales al distraído, misterioso y atormentado Watanabe, convencido de que, si me presentasen a Midori, me enamoraría de ella sin resquemores y cumpliría cada una de sus fantasías sexuales sin preguntas ni cuestionamientos.
En medio de esa silenciosa disputa por el corazón de Watanabe (Naoko y Midori nunca llegarán a conocerse), aparece la figura del personaje más fascinante del libro: Nagasawa. Nagasawa es un genio, y, precisamente por ser un genio, desdeña a todo y a todos. Todos le dan asco, todos le parecen inocuos y anodinos. Incluso su novia, la maravillosa Hatsumi, quien, asumiendo estoicamente las consecuencias de haberse enamorado de Nagasawa, acepta, casi con resignación el hecho de que este terrible personaje se acueste con quien quiera, cuando quiera y que, horror de horrores, en medio de una cena, le confiese que han intercambiado parejas sexuales con Watanabe, confesión que no le hace mucha gracia a este último, aunque terminará reconociendo que la historia es verdadera. No puedo negar que, cuando leía las páginas relacionadas con Nagasawa, sentía una inenarrable envidia por la forma en la que este personaje enfrentaba la vida. Creo que si todos fuésemos un poquito más parecidos a Nagasawa, la vida sería más sencilla (aunque más oscura y cínica, definitivamente).
Hay que hacerle una mención especial a Reiko. La historia que le cuenta a Watanabe atrapa desde el inicio, y su desenlace es completamente inesperado. Reiko, a pesar de estar alojada en la institución a la que Naoko es enviada, no da la sensación de estar loca o desequilibrada. Su talento musical es palpable, a través de las páginas. Se puede tocar, se puede sentir, se puede escuchar. Y todo es más cercano y más comprensible, porque, tanto las referencias musicales como literarias, son completamente occidentales: Watanabe lee La Montaña Mágica y relee de cuando en cuando El Gran Gatsby; y la canción favorita de Naoko es Norwegian Wood, por la cual debe pagar cien yenes, cada vez que quiera que Reiko la toque. Con ese dinero, Reiko podrá solventar su vicio incontenible del tabaco.
Finalmente, el desgano y el desinterés por la vida de Watanabe, hacen de él un personaje entrañable. Por lo menos, para mí lo es. Lector apasionado, sin ningún fin específico, Watanabe logra cautivar a Naoko e impresionar a Midori, quien admira su forma de hablar y sus respuestas típicas de un lector de buenas novelas. Vive atrapado por su propia indecisión, nunca seguro de nada, nunca decidido a tomar las riendas de su vida, conformándose con trabajos de poca monta, que no explotan su enorme capacidad intelectual. Ni siquiera es capaz de disfrutar el sexo, y la contemplación del cuerpo perfecto y desnudo de Naoko, en vez de excitarlo hasta la irracionalidad, lo único que logra es hacer que se pregunte a sí mismo en qué momento el cuerpo de Naoko había cambiado y que no le gustaba tanto como el que recordaba.
Creo que Haruki Murakami no va a ganar el Premio Nobel de Literatura por una razón que muchos han destacado y con la cual coincido plenamente: habita en las antípodas de la literatura tradicional japonesa. Su estilo, sus historias y sus referencias están alejadísimas de lo que uno espera de un escritor japonés. La traductora de sus novelas al español afirma que no hay mucha diferencia entre la versión original y la traducida, ya que Murakami escribe de forma sencilla y directa. Dicen que en japonés hay 27 maneras diferentes de hacer referencia a la luz del sol o al amanecer y que, por esa razón, traducirlo al español es complicadísimo. Felizmente, eso no sucede con Haruki. Si se lo compara con Kenzaburo Oé o Yasunari Kawabata (los dos japoneses que sí ganaron el Nobel), Murakami habita en una dimensión paralela. No hay manera de encontrar relación entre Tokio Blues y El grito silencioso, por ejemplo. Tildado de escritor pop en su propio país, creo que no tiene posibilidad de ganar el Nobel, pero lo que sí hace, y con mucho éxito, es hacer que, por unos momentos, mientras leemos sus novelas, nos olvidemos de lo horrible que es el mundo que habitamos y nos sumerjamos en los mundos que él crea.
Al final, de eso se trata la literatura: de hacernos creer que este mundo es un error y que el de las novelas es el único en el que se podría vivir.

Y nada más.